sábado, 29 de noviembre de 2008

El ritual de la serpiente


El ponerse la máscara durante la danza significa apropiarse espiritualmente del animal y anticipar miméticamente su captura. Esta ceremonia no tiene nada de lúdica: para el hombre primitivo, la danza de las máscaras comprende un proceso de crear un lazo espiritual con lo extrapersonal, lo que significa el más amplio sometimiento a una entidad extraña. Cuando, por ejemplo, el indio imita los movimientos y las expresiones del animal, no se introduce al cuerpo de la presa para divertirse, sino para poder apropiarse de un elemento mágico de la naturaleza a través de la metamorfosis personal, algo que no podría obtener sin ampliar y modificar su condición humana. La pantomímica danza de los animales es un acto de culto que expresa con la más alta devoción la pérdida de identidad, al lograr fusionarse con un ente desconocido.
--Aby Warburg, El ritual de la serpiente.


Posdata: Es interesante el contexto del que fue extraido este párrafo. Aby Warburg (1866-1929) fue un gran historiador del arte y uno de los pioneros de la iconología o iconografía, la interpretación de los símbolos y de las imágenes. En 1923 estaba internado en la famosa clínica psiquiátrica de Kreuzlingen, por sus recurrentes "crisis de nervios". Decidió dar una conferencia ilustrada con diapositivas, dirigida a los demás internos y a los médicos, con el propósito de demostrar que ya estaba curado. Describe su encuentro, "veintisiete años atrás", con los indios Pueblo del Oeste norteamericano. Pero el relato de ese universo en vías de extinción adquiere la forma de una meditación formidable acerca del poder de la imagen, de la metáfora y de la ficción. También expresa, de modo más subterráneo, la esperanza que el propio Warburg ponía en la capacidad curativa del pensamiento mítico y simbólico, no sólo para una sociedad enferma, "la sociedad de la electricidad y del teléfono", sino para sí mismo.

foto: Aby Warburg junto a un indio Pueblo, Oraibi, Arizona, 1896.



miércoles, 26 de noviembre de 2008

Of Time and the City


Hubo otra película que vi en Mar del Plata de la que no tuve tiempo de hablar: Of Time and the City de Terence Davies. "Del tiempo y la ciudad". Si bien se trata, indudablemente, de un documental, no recuerdo haber visto otra película tan decididamente poética. Se trata, de hecho, de un poema dirigido a su ciudad natal, Liverpool. Desde el primer momento, la voz en off del director empieza citando unos versos, muy conocidos en Inglaterra, que hasta a mí me eran familiares:

Into my heart an air that kills
From yon far country blows:
What are those blue remembered hills,
What spires, what farms are those?
That is the land of lost content,
I see it shining plain,
The happy highways where I went
And cannot come again.

Traduzco (traiciono):

Entra en mi corazón un aire que mata
De aquel país lejano sopla:
¿Qué son esas colinas azules recordadas,
Qué cúpulas, que granjas son aquellas?
Es la tierra del consuelo perdido,
La veo brillar nítida,
Los caminos felices por los que anduve
Y ya no puedo volver a andar.


Pero el resto de la narración sigue en el mismo registro, como si efectivamente se tratara de un poema:

We love the place we hate, then hate the place we love.
We leave the place we love, then spend a lifetime trying to regain it.

Se trata, evidentemente, de otra busca del tiempo perdido. Lo singular es que Davies encuentra su tiempo perdido en los viejos noticieros y materiales de archivo con que arma, casi exclusivamente, su película. Y encuentra poesía en recuerdos a primera vista anodinos, como siempre sucede: por ejemplo, en los nombres de los equipos de fútbol que se oían por la radio al anunciarse los resultados, los sábados por la tarde, y que su madre verificaba con las apuestas que había hecho en la planilla del prode, "esperando hacerse millonaria".

Preston North End two, Blackpool three.
Everton two, West Ham United nil.
Leicester City nil, Leeds United two.

Me recordó a Nabokov, que en Lolita hacía un tipo de poesía semejante con la lista de nombres y apellidos de los compañeros de clase de Lolita. Yo también escuché esos resultados por la radio, aunque algunos años más tarde, cuando viví en Inglaterra. Tengo en el oído esas voces de la BBC, anunciando resultados de un modo deliberadamente desapasionado, o mejor dicho, poniendo toda la pasión en la enunciación sobria y equilibrada de aquellos nombres que eran como talismanes. Llegando hasta los equipos de la B y la C y la D y las ligas locales, nombres de equipos en algún caso olvidados:

Accrington Stanley, Sheffield Wednesday…
Hamilton Academicals, Queen Of The South.

Y a Davies le basta con repetir, pero con otra entonación:

Queen of the South

para que brote la poesía y la emoción, como si hubiera dado con el password de la puerta que abre a un reino perdido.


Los desvelos del Davies adolescente que descubre su homosexualidad vuelven con imágenes de la iglesia y su desencanto con la religion y la bronca por cómo torturó su cuerpo y su mente. Pero hay demasiada pasión en ese odio desmedido, demasiada felicidad en el recuerdo de la infelicidad, que por lo menos no se olvida. Y después aparece el descubrimiento del cine, como otra religion, feliz e indolora, aunque se trata de una religion hecha de añoranzas y deseos imposibles… ¿indolora?

Davies tampoco desdeña recurrir a la eficacia sencilla de una vieja canción popular que suena sobre las preciosas imágenes en blanco y negro que ha encontrado del Liverpool cotidiano de los años 30. Cuando vuelve a apelar al mismo recurso, pero con imágenes de la reconstrucción o modernización de Liverpool en los años 60, una serie de imágenes y sentimientos resuena como trasfondo de otra y la nostalgia se vuelve ironía.

Davies soprende haciendo una especie de lipsynch al revés de los Beatles, hijos dilectos de Liverpool que Davies parece odiar demasiado, como si representaran el fin de algo más grande, y no simplemente del tipo de canción popular amable de los crooners que Davies añora. Es un mundo, el de su infancia, el único que será para siempre suyo, el que se acaba. Como si los Beatles fueran los Sex Pistols, o algo peor. Es que tal vez lo fueran. Enojado, Davies grita:

Yeah, yeah, yeah, yeah.

mientras los Beatles cantan en silencio, por una vez.

En otro archivo blanco y negro, probablemente de los años 50, unas nenas juegan en el colegio, cantando canciones infantiles:

Goodbye Betty, while you're away
Send me a letter to tell me that you’re better

Un momento de alegría y energía infantil. Pero de fondo se oye un himno religioso que casi llega a tapar las voces de las nenas y de pronto el material de archivo se transforma. Aquellas imágenes y sonidos adquieren un tinte profundamente elegíaco que nos dice: “todo esto que estás viendo está condenado a desaparecer y sólo volver como recuerdo”.

Y tras la evocación de momentos felices, la daga en la espalda:

The golden moments pass and leave no trace.

Traducción: Los momentos dorados pasan y no dejan rastro.

Y en un momento, la voz en off parece detener el relato en seco y nos pregunta, o tal vez se pregunta:

Do you remember?
Do you?

Y, como si supiera que no hemos tomado demasiado en serio sus palabras, porque no hemos comprendido todo su alcance, las repite, con un dejo de angustia:

Do you remember?
Do you?

sábado, 22 de noviembre de 2008

Aquele querido mes de agosto

Florencia

Mi gran sorpresa del Festival dei Popoli fue Aquele querido mes de agosto de Miguel Gomez, una película portuguesa inclasificable que pasó por Cannes y que me dio ganas de programar en Princeton. El único problema es que dura dos horas y media y, para el final de la proyección, en la sala quedamos cinco. Tengo la impresión de que hay críticos que se regodean un poco con la cantidad de espectadores que se van en medio de una película de Albert Serra o de Pedro Costa --por citar dos casos emblemáticos que presencié de primera mano-- como si la capacidad de ahuyentar a las presuntas señoras gordas les otorgara a esos directores un prestigio añadido, del que también pueden gozar los espectadores entendidos. Del otro lado del mostrador, los cineastas conocemos demasiado bien todo el trabajo que implica mantener el interés del espectador por el cuento que estamos tratando de contar, en particular si el desafío excluye apelar a los recursos más convencionales del entretenimiento. Por mi parte, no puedo dejar de preguntarme si esas películas que el público abandona --y estamos hablando de espectadores a priori bien predispuestos, que no han concurrido a un festival de cine para comer pochoclo-- no son de alguna manera fallidas. Es decir, la fuga de espectadores puede llegar a ser un síntoma de que la misma película que hallamos admirable, y que incluso nos ha proporcionado momentos de iluminación, tiene algo mal resuelto.

Me hago estas preguntas porque Aquele querido mes de agosto no sólo no tiene nada de aburrido ni solemne sino que, por el contrario, no deja de deleitar al espectador con su desfile encantador de personajes, situaciones, humor y... ¡canciones! La película empieza como un documental más bien atmosférico sobre el mundillo de músicos semi-profesionales que recorren las fiestas populares de los pueblitos del interior de Portugal durante el verano ("aquele querido mes de agosto"). En el medio de todo eso, presenciamos una escena un poco insólita, en la que Miguel Gomez, el director, se encuentra en un café con el productor de la película. El productor le reclama al director que hace rato que empezaron el rodaje pero que todavía no tienen a los actores para interpretar a los personajes que están en el guión. Gomez, de forma un poco displicente, pide más tiempo... y más dinero. "Los estamos buscando, ya van a aparecer". Parece un chiste --de hecho, es como un paso de comedia-- porque lo que hemos visto hasta aqui es un documental de observación, sin personajes demasiado individualizados.

Pero, de a poco, casi sin que nos demos cuenta, la película se va convirtiendo en otra cosa. La cámara empieza efectivamente a encontrar personajes dentro del registro documental y --sorpresa mayúscula-- en determinado momento, sin transición, advertimos que estamos en manos de un dramaturgo consumado: delante de nuestros ojos cobra forma, imprevistamente, una ficción. La joven cantante de una de las bandas que hemos visto antes se ve envuelta en un triángulo amoroso digno de una telenovela. Tironeada entre su padre viudo y un primito venido del exterior, en la vida de la adolescente se pone en juego la dinámica freudiana de hija y mujer, fidelidad y erotismo, totem y tabú. Pero esta historia, que podría parecer melodramática, nunca deja de tener un carácter imprevisible y un sabor auténtico. Se lo da su decidida pertenencia al mundo real y al universo documental: en ningún momento dudamos de la realidad de los personajes. Y en un giro notable, Gomez consigue que las canzonetas que cantan los personajes en los escenarios pueblerinos donde los lleva su trabajo, las mismas que al principio parecían simplemente simpáticas y pegadizas, de pronto empiezan a expresar los sentimientos más profundos, como si se tratara de una tragedia de Sófocles. Y, a la vez, es como si realmente hubiéramos estado en esos pueblitos portugueses y hubiéramos bailado esa música durante aquel querido mes de agosto.

Entonces, cuando termina la extraordinaria película de Miguel Gómez y se encienden las luces del Cinema Odeon de Florencia y me enjugo las lágrimas de la última canción, advierto que no ha quedado casi nadie en la sala y me pregunto por qué.

-Andrés Di Tella


viernes, 21 de noviembre de 2008

Guerín


Florencia

Mientras no hacía turismo, tuve oportunidad de ver algunas películas. Entre ellas, una vez más, Una fotos en la ciudad de Sylvia de José Luis Guerín, que ya había visto el día del estreno en Barcelona y que repetí en Princeton. Pero esta vez era en una función con música en vivo, a cargo de un conjunto italiano de... ¿free jazz? No estaba mal la música, pero me parece que los músicos sufrían un poco de horroris vacuis y no dejaron de tocar ni un minuto. De cualquier manera, la película para mí pierde mucho sin el silencio, que es lo que le da intensidad a las imágenes y esa atmósfera como de recogimiento a la proyección, de modo que estar ahí, en la sala oscura, mirando las fotos y los intertítulos que desfilan silenciosamente por la pantalla, se convierte en una experiencia inusual, próxima a la lectura.

Guerín andaba con un libro de arte, "Breve historia de la sombra", que me dio ganas de leer. Y me sorprendió con su conocimiento, o mejor dicho absoluta familiaridad, con el arte del Renacimiento, del que Florencia está plagada. En algún momento, a propósito de las secuencias de su película filmadas --o fotografiadas-- en Florencia, me empezó a hablar de la "mujer pantalla", en referencia al episodio de la Vita Nuova de Dante en que Dante, para disimular su amor por Beatriz, corteja abiertamente a otra dama. Por eso mismo, por ser algo secreto, su amor por Beatriz se vuelve más intenso. Esa otra dama es "la mujer pantalla" y esa, dijo Guerín, es la clave de la película. Por eso tenía que filmar en Florencia. Me recordó el concepto de Freud, de "recuerdo pantalla" (no sé si es el término que se usa en castellano, en inglés sé que se dice screen memory), que Guerín desconocía. 

Es que Guerín es casi como un hombre del Renacimiento, o en todo caso de altri tempi, en el sentido de que parece vivir en un lugar muy alejado no sólo de Freud sino de cualquier contemporaneidad. Sus referencias cinematográficas, de las que habla con pasión ni bien alguien parece saber de qué está hablando, son Griffith, Murnau, Dreyer, Flaherty. Pero también Marey y Muybridge. No es casualidad que haya llegado a hacer una película muda. Pero, más que nada, Guerín tiene en la cabeza nombres, como Piero della Francesca, Paolo Uccello, Masaccio, que para mí suenan muy lejanos, como de otra galaxia. Hablar con él me ayudó a entender que es de esa galaxia que vienen sus películas. La mirada sobre la mujer que propone el ciclo de "la ciudad de Sylvia" (la película de ficción llamada En la ciudad de Sylvia, el experimento documental Unas fotos en la ciudad de Sylvia y la instalación Las mujeres que no conocemos) puede efectivamente parecer demasiado estetizante y estereotipada, incluso machista. Pero hablar con Guerín me hizo recuperar el primer impacto que me produjo la visión de Unas fotos... y, a la vez, advertir que la gran originalidad del proyecto tiene que ver, precisamente, con esa pasión de Guerín por los orígenes, por los orígenes del cine y de la fotografía, y por la imagen primigenia de la mujer que se puede apreciar en el arte que él ama. Y entrar en contacto con ese universo, tan lejano, es una experiencia que vale la pena. Y la Florencia medieval, el marco más apropiado imaginable.

Posdata en Buenos Aires: Me acabo de comprar Breve historia de la sombra, de Victor Stoichita, y cuál no es mi sorpresa, después de haber escrito lo anterior, al leer en la contratapa las palabras de Stoichita: "La relación con el origen (la relación con la sombra) marca la historia de la representación occidental. El propósito de estas páginas es seguir el hilo y los hitos de ese recorrido. No debemos extrañarnos del retraso que, en relación con la historia de la luz, caracteriza a la historia de la sombra, su explicación reside seguramente en que en realidad es el estudio de una entidad negativa".

Imágenes: Unas fotos en la ciudad de Sylvia de José Luis Guerín.

El narcisimo de las pequeñas diferencias

Florencia

En todas partes (y tiempos) se cuecen habas. En la Piazza della Signoria hay un impresionante monumento a Neptuno (foto), hecho en mármol de Carrara por Ammannati. Parece que Michelangelo se enojó porque no le dieron el encargo a él y dejó para los años una frase de resentido --¡Michelangelo resentido!-- que es como mejor se lo recuerda hoy a su rival: "Ammannato, Ammannato, che bel marmo ha rovinato!"

martes, 18 de noviembre de 2008

463 scalini

Florencia

Esta mañana me desperté con vocación turistica. Por recomendación de José Luis Guerín, que anda por aqui, y que conoce Florencia como pocos (aqui filmó, o mejor dicho, fotografió buena parte de "Unas fotos en la ciudad de Sylvia"), fui al Duomo, probablemente el ícono mas famoso de una ciudad de íconos. Hay que subir 463 escalones para gozar de la mejor vista de Florencia. No los conté. Simplemente leí un cartelito, en la puerta de la escalera, que decia: "463 scalini - non c'e ascensore". Dudé de seguir la recomendación de alguien que no se animó a acompañarme, por sufrir de claustrofobia, mal del que yo también padezco, mezclado con un poco de vértigo. O sea, el peor programa imaginable: subir una estrechísima e interminable escalerita claustrofóbica, hecha para monjes diminutos del siglo XVI, y llegar al punto mas alto de la ciudad, sacudido por el viento y el vertigo... Alguna vez leí que el vértigo era el deseo de tirarse, no sé si será así, pero cada vez que estoy en una gran altura y sufro de vértigo, no puedo dejar de pensar en esa idea. No tenia ganas de tirarme pero sospechaba que seguir el consejo que Guerin mismo no se animaba a seguir podía ser una experiencia que valiera la pena. A mitad de camino, casi me arrepiento, pero tampoco era facil volver atrás o, mejor dicho, abajo. Al llegar a la cima de la escalera, sin embargo, ver aparecer finalmente el panorama en 360 grados de esta ciudad quedada en el tiempo (no hay edificios de mas de tres pisos y son casi todos antiquisimos) fue una visión que no creo vaya a olvidar. Y los 463 scalini algo tuvieron que ver...


Carta de Barcelona 2

Querido Andrés

Ayer fui al cine con Karuna y sus amigos a ver la película, muy sonada en estos días, Gomorra, que trata de la camorra napolitana.

Dura, jodida, pero me gustó porque el director tuvo la inteligencia de llevar la cámara como un documental, como si entre los mafiosos hubiese un tipo invisible con una cámara, al colmo que hay defectos provocados como faltas de profundidad de campo hechas a propósito para dar esa realidad dura a la filmación. Los actores interpretan con un realismo bestial hablando con el brusco acento napolitano, y con la pinta que tienen, te cuesta creer que son actores.

A la salida me llevé una revista de cine que dan gratis, “La Gran Ilusión”, donde estaba la crítica de la película en la que decía que su director Mateo Garrone salió del tópico de pelis de mafiosos filmando de este modo, sin música ambiental, salvo la que tocan ellos, y con historias cruzadas con una velocidad alucinante, sin arrisgar demasiada informacion porque el autor del libro en el que esta basada la peli, anda mas perseguido que Salman Rushdie.

Seguí hojendo esa revista y a ¿quien me encuentro en una de las últimas páginas? Al amigo Andrés Di Tella en una foto mirando de lado y la entrevista que te hace "La Gran Ilusión”.

Siempre me gusta la idea del iceberg que hablas en el que el misterio queda en manos de la imaginacion del espectador, algo que estoy intentando aplicarl a lo que escribo. Me reí con una de las respuestas a la pregunta “por que documental y no ficción” y le dices “la idea de estar ante un equipo de cincuenta personas tampoco me seduce”, te imaginé agobiado entre una multitud de tipos que se desesperan y el suelo lleno de cables.

Buena la entrevista, y mira como se da el efecto Fotografías que el periodista te dice que la película “tiene algo de universal porque hace pensar en la familia de cada uno”. Algo que ya habíamos hablado un rato. Esto de la universalidad me dejó pensando en la idea de que hurgando en la propia intimidad uno da de rebote en la intimidad no solo de la gente de tu país y tu mentalidad sino en otros que por ahí están en los lugares más remotos, como podría ser alguien en los Urales, en Groenlandia o en la Melanesia. La cosa seria dar en grupo de sentimientos que siempre nos unen en un solo país que podría ser este planeta.

Aquí sigo yendo a la biblioteca y he ido a la libreria Central, aquella donde me citaste hace mas de un año y al entrar encontré a Cecilia porque tu estabas al fondo en la otra seccion ratoneando por los libros de cine. Pues ahi he pedido que me encuentren “los Cantos de Maldodor” de Issidore Ducasse, Conde de Lautreamont, por efecto carambola del paraguas encontrándose con maquina de coser.

Bueno chico, me voy a tu blog a ver que has puesto.

Te mando un abrazo fuerte

José

viernes, 14 de noviembre de 2008

Mar del Plata 1

Tuve una veloz incursión gremial por Mar del Plata (como corresponde), para participar de una actividad organizada por el PCI, sindicato de cineastas en el que milito, dentro del marco del festival de cine. El título: "Director x director: Andrés Di Tella entrevista a Albert Serra". No quiero anticipar nada de la charla, que saldrá publicada en la próxima edición de la revista La otra, sólo decir que Serra resultó un tipo bastante afable e inteligente, lejos de las provocaciones que hacían esperar los rumores que me llegaron de su conferencia de prensa. En las películas de Serra, suele abandonar la sala la mitad de la concurrencia. En Mar del Plata sólo se fueron unos cincuenta, lo cual puede considerarse un éxito. En Pagina 12 le preguntaron por este fenómeno y así consignan su respuesta:

“Lo que importan son los que se quedan, no los que se van”, provocó Serra, dueño de un humor cáustico y lapidario.

No veo dónde está la provocación de una respuesta sobria y razonable. Pero en un diálogo siempre hay dos, y la provocación muchas veces no viene del que la pronuncia sino del que la escucha o -justamente- no escucha. Serra es el niño mimado de la crítica en estos días, aunque él se quejó amargamente del maltrato que recibió por parte de la crítica española, lo cual da una pauta de lo relativas que son estas cosas. Es probable que con su próxima película lo defenestren los de acá y los ensalzen los de allá. Me parece que los pobres críticos están muy perdidos en este momento.

La película de Serra en sí misma es un experimento muy interesante -y me pone muy contento que vuelva a estar de moda el experimento en el cine- pero tampoco veo la obra maestra que algunos críticos parecen haber visto. El cant dels ocells ("el canto de los pájaros") toma su título de una canción tradicional catalana que habla del nacimiento de Jesus. Serra narra el viaje de los tres Reyes Magos a través de montañas y desiertos (una Palestina mitológica recreada en paisajes lunares de las islas Canarias). Pero decir "narra" ya es una exageración. De alguna manera, Serra parte de la idea -muy productiva, por cierto- de que la historia ya está narrada, tanto aqui como en su película anterior, Honor de cavalleria, una versión de Don Quijote de La Mancha que muestra los momentos muertos que Cervantes habría dejado afuera de la novela. 

Hay un momento mágico en El cant dels ocells, filmado en penumbras, al límite de la visibilidad, en el que los reyes discuten durante largo rato, y no terminan de decidir, si ascienden una colina o si dan marcha atrás. Es un momento desopilante pero que se constituye, a la vez, como en un espejo que refleja la incertidumbre del espectador delante de la película. Se hace difícil saber qué va a pasar, incluso si va a pasar algo, o por qué estamos viendo esta escena y no otra, y si, al igual que los reyes, el relato avanza o retrocede o se queda quieto. Incluso, si es hora de retirarse de la sala, como hicieron muchos, o si quedarnos con la película nos hará acreedores de alguna recompensa que todavía no podemos imaginar. Es una escena que justifica la película para mí: nunca había visto asi filmada la indecisión, un estado de ánimo que merecería mayor atención de la que solemos otorgarle. 

Hay otra escena, más deliberadamente "artística" pero que nos obliga a clavar los ojos en la pantalla con extrema atención, en que los reyes cruzan una dunas, en un larguísimo plano general, donde los vemos alejarse, convertirse casi en puntitos y desaparecer tras el horizonte, solo para volver a aparecer, como si hubieran equivocado el camino, y una vez más dar otra media vuelta y volver a desaparecer. Desgraciadamente, los momentos mágicos como estos --que lo son-- son demasiado escasos y la película termina volviéndose previsible y, para mi gusto, un poco aburrida. Hay demasiados tiempos muertos demasiado deliberados, donde no pasa nada, ni siquiera la incertidumbre, lo cual justifica en cierta medida a quienes abandonaron la sala bufando. Igual, insisto, se trata de un experimento más que interesante y que te deja pensando en qué consiste un relato. L'exercise a été profitable, Monsieur, diría Serge Daney. Y la charla con Serra sin duda también lo fue.

fotos: 1) La rambla; 2) Albert Serra y Andrés Di Tella después de la charla; 3) El cant dels ocells.

Carta de Barcelona

Dear Andrei

Acabo de llegar a Barcelona con el avión en la cabeza y con el cambio bestial como si tuviese el monomando en la mano y apretase el botón del chaping. De estar cruzando una calle de Bombay ocupada por las bocinas y las gente que esquiva coches, y la familia viviendo en una esquina con cartones niños y perros, a una cuidad gris donde los coches los fabricaron sin bocinas, y no hay un solo humano durmiendo en la calle.

Muy fuerte, uffff.

Ya te escribiré más cuando tenga la cabeza clara. Ahora la tengo como un trapo mojado.

Abrazo fuerte.

José

lunes, 10 de noviembre de 2008

Palabras privadas


En Madrid conocí al escritor Antonio Muñoz Molina. Fue en la presentación del nuevo libro de Antonio Manguel, en Casa de América. Me interesó lo que dijo y me dio ganas de leer algo suyo. Me llamó la atención un libro de ensayos, Pura alegría, que incluye una serie de conferencias tituladas "La realidad de la ficción" que parecían escritas para mí. Copio un par de párrafos que subrrayé (¡libro marcado!):

Dice Forster que en el interior de cada novela hay un reloj. Pero es un reloj que tiene algo de metrónomo y que mide no solo el tiempo de las peripecias de los personajes, sino sobre todo el ritmo con que hablan sus voces, y en especial la voz que cuenta. Dice Nietzche, que es un crítico tan agudo de literatura como de música, que una parte de la tarea del escritor consiste en encontrar equivalencias para los medios de expresión que sólo están al alcance de quien habla, es decir, para los gestos, el acento, el tono, la mirada.

(...)

Al principio de los Nueve cuentos de J. D. Salinger, que es una obra maestra del despojo y de la elipsis, hay un proverbio zen: "Sabemos cómo es la palmada de dos manos, pero no sabemos cómo suena la palmada de una sola mano". A mí esta frase me deslumbró, pero no la entendí hasta que al redactar estas notas no la asocié al sentido de mi propio trabajo. Sí sabemos cómo suena la palmada de una sola mano, lo hemos sabido al menos algunas veces en nuestra vida cuando encontramos a alguien a quien no hemos visto nunca y es como si lo conociéramos de siempre, cuando oímos por primera vez una canción y estremece no sólo nuestra vida presente sino las galerías más lejanas de nuestra memoria, cuando leemos un libro que parecía haber estado esperándonos desde hace sesenta años o seis siglos para explicarnos lo que nos ha ocurrido hace cinco minutos. Y, también, créanme si les digo que esa es la satisfacción mayor que puede desear un escritor, cuando lo que hemos escrito resuena en la imaginación de alguien y cobra vida y ya es parte de la suya. Escribió Jean Cocteau: "No importa el fracaso ni el éxito, sino haber traspasado de parte a parte un solo corazón". (...) Escribir, lo digo parafraeando a Eliot, es hablar en público con palabras privadas. 


viernes, 7 de noviembre de 2008

El sótano de Marqués del Duero (2)

por Eduardo Milewicz

Llegó a las once de la noche. Asomó con su entrañable sonrisa y con sombrero. La visita de Andrés a nuestra sala me llenó de alegría. Qué pena que los hombres ya no usemos sombrero. Lo presenté como a un director de cine que admiro y en el mismo momento sentí que la presentación era precisa e incompleta. Una retrospectiva de su obra en la filmoteca de Madrid es una excelente noticia. Pero también como titular resulta incompleto. A Andrés lo conoci en Montevideo, en un majestuoso hotel venido a menos. Compartimos habitación y en eso no hay ningún malentendido. Di Tella es, además o por sobre todo, un viajero. Alguien que cultiva el ejercicio de la curiosidad de un modo infatigable. Aún siendo "visitante" termina convirtiéndose en anfitrión. En este viaje no tuvimos ocasión de despedirnos. Y lo celebro, se que cualquier día de estos va a volver a asomar por El Sótano de Márqués de Duero 8, y con la excusa de una nueva visita, me alojará en esa novela que va escribiendo que es de aventura, de viaje, de detalles, de historia y de historias, de encuentros, de superficies y de raíces, de buenas preguntas y de un refinadísimo sentido del humor. Eduardo Milewicz. Madrid.

foto: Eduardo Milewicz en su sótano de la calle Marqués del Duero, Madrid.

Carta de Madrás


por José Rivarola

Querido Andrés: Justo ahora cuando empiezo esta carta el muezzin está llamando a la oración en la mezquita que la tengo casi pegada a la ventana. Estoy en Triplicane, en el Broadlands, y te estoy escribiendo desde uno de los cuartos que perteneció al Nizzan de Wallajah, y que hoy es este albergue barato y decadente, lleno de alma y romanticismo. Me acuerdo cuando me quitaste de aquí para llevarme al Gymkana y yo te pedía volver a mi querida Triplicane pero tú me decías, no, los quiero a todos juntos. Y me tuve que conformar con esas habitaciones que olían a moqueta húmeda en ese club donde los camareros me identificaban con Sadam Husein.

He llegado hace tres días de Kodaikanal. Atrás en ese camino que llaman pasado se quedó el Bodhizendo con los monjes zen jugando a ser alemanes, el orden de los factores no altera a esos tipos que se sientan para llegar a algo y con el tiempo se sientan porque se sientan y con el tiempo se hartan de estar sentados y empiezan a hablar cosas, entonces el asunto se vuelve grave y hay que huir como yo, que huí una noche por la puerta de atrás y me subí al caballo y galopé lejos mientras los monjes salían con los arcos para ensartarme. Ya ves que el zazen te deja delirios todos impresos en legend.

Mañana vuelo a Bombay donde estaré tres días y el 11 de noviembre tomo otro vuelo más largo en un avión más grande hacia Barna. Abrí tu blog el otro día y vi que había mucha foto y algunos escritos, lo grabé en el pen drive pero con el típico descuido guardé luego otras cosas sobre lo grabado y se me borró. Ahora, cuando den la electricidad, ya sabes que últimamente en India la quitan por más de seis horas, porque se descuidaron con tanta industria que les carcome la energía. Es asombroso, tienen plantas nucleares por todas partes, satélites dando vueltas al planeta y no pueden arreglar el problema eléctrico. Bueno, te decía que cuando venga la luz, voy al ciber de la esquina y lo vuelvo a grabar para leerlo en el portátil y ya te comentaré algo. Veo que tu trabajo en España ha terminado. Espero que vuelvas, ahora que eres personaje conocido en el reino, y si te das una vuelta por Ibiza te organizo un ciclo con los amiguetes que ya te conocen de mis cuentos.

¡Por fin puedo decir que terminé el libro de Mamita! O la historia de Rama. El año pasado me estaba mintiendo a mí y a los demás, sin ni siquiera darme cuenta de cuánto mentía. Esta vez estoy muy conforme con la primera parte, y cambié lo de la película en la India dejando algo más completo. En total agregué 50 páginas, parece una barbaridad pero eran necesarias para que se entienda este tocho que me volvió loco durante un tiempo.

El muezzin paró de llamar. Ahora están allí todos juntos rezando. Cada tanto suena Allah hu Akbar, Dios es Grande.

Con estas palabras mágicas te dejo y espero tus noticias.

Un gran abrazo

José

foto: rodaje de Fotograf'ías en Madrás.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Objeto indestructible



























En el Museo Reina Sofía hay una réplica gigante del metrónomo adquirido por Man Ray en 1923, a cuyo péndulo añadió la fotografía de un ojo. El readymade original medía 26cm de alto y se tituló "Objeto para ser destruido". Cuando Lee Miller, ayudante, musa y modelo del artista lo abandonó en 1932, Man Ray reemplazó la fotografía del ojo anónimo por una del ojo de ella y cambió el nombre del objeto a "Objeto de destrucción". Y en 1957 un grupo de estudiantes hizo precisamente eso al destruir el metrónomo. Una vez más, Man Ray cambió el nombre del readymade: "Objeto Indestructible". Por si acaso, en el museo hay guardia permanente.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Pequeño árbol al final del otoño

Como si las actividades del miércoles en Madrid no hubieran sido bastantes, me hice tiempo para pasar por el Museo Thyssen y pispear la exposición ¡1914! La vanguardia y la gran guerra. Al entrar a la muestra se lee un extracto del manifiesto fundacional del Futurismo, firmado por Marinetti: "Queremos glorificar la guerra -la única higiene del mundo- el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere". Lo increíble es que el manifiesto fue lanzado en 1919, es decir, no se trata de un entusiasmo inocente, antes de que se conociera la realidad de la guerra, sino después, cuando esos horrores eran un dato de la realidad imposible de ignorar. Nadie hoy diría las cosas de ese modo tan brutal. Pero hay algo de ese mismo espíritu obsceno que todavía se reivindica cuando se habla de la épica de nuestros propios años 70, como si nada hubiera sucedido.

El cuadro que más honda impresión me dejó, sin embargo, no fue ninguno de los (extraordinarios) cuadros futuristas o expresionistas que intentan expresar la violencia de la guerra. Hay un pequeño óleo sobre tabla de Egon Schiele, Pequeño árbol al final del otoño, de 1911, que la exposición presenta como parte del clima de preguerra, obras que encarnan "la penuria de la experiencia y la desvitalización de los ideales". Hay algo conmovedor en ese árbol desnudo, con un fondo grisáceo, pintado sobre una superficie áspera que parece hacer temblar las hojas que ya no están. Me impactó el cuadro porque de Schiele yo conocía los cuadros más famosos, del Schiele sensualista, lleno de colores, del que éste vendría a ser una especie de negativo fotográfico. Seguramente habrá alguna circunstancia autobiográfica que tenga que ver con el contraste, y seguramente habrá razones estrictamente estéticas propias de la búsqueda de cualquier artista. Pero el hecho de que el Pequeño árbol... de Schiele haya sido colocado como expresión de ese clima de preguerra le otorga como un sentido profético, profundamente siniestro, inevitable, que no podemos dejar de leer. Sería interesante, tal vez, hacer el ejercicio de tratar de detectar donde se profetizaba entre nosotros lo que sucedió en los 70.