jueves, 26 de febrero de 2009

Carta de Barcelona


por Lupe Pérez García

Estuve en el Festival Punto de Vista de Pamplona. Es mi segunda vez allí como mera espectadora y puedo asegurar que la selección es buenísima, las películas te pueden gustar más o menos pero todas son interesantes para discutir después de la proyección, cuestión que justifica el estar metido en el Civican de 10:30 a 21:30 durante dos o tres días… Fuimos con unas amigas documentalistas y uno termina estas aventuras con más pinchos y vino en las neuronas del que debería, pero también con ímpetus renovados para tirar adelante los proyectos.

Tuve suerte y pude ver todas las películas del palmarés: estuve de acuerdo en líneas generales con las decisiones del jurado, aunque para mí Espejismos de Olivier Dury merecía el premio mayor. Dury acompaña durante algunos kilómetros a dos camionetas pequeñas que atraviesan un desierto africano, primera parte de la infinita travesía que todavía les queda a aquellos hombres rumbo al sueño europeo. En cada caja de la camioneta se ubican como pueden unos treinta hombres. Cuando crees que ya no cabe ni un alfiler, todavía los traficantes logran ubicar a diez más: con unos palos logran asegurarse los que se sientan con las piernas colgando de la camioneta, otros van a horcajadas, otros se pierden bajo la pila humana y apenas se asoma de ellos un pie o la cabeza. Finalmente, los últimos se acomodan de pie sobre los otros.

Las camionetas son resistentes y logran hacer muchísimos kilómetros atravesando arenas blandas, mientras el viento y el polvo castiga cada mejilla que queda al descubierto. Por las noches, los viajeros le comentan a Dury que es mejor no acostarse para dormir en el desierto, porque el frío penetra en todo el cuerpo. El chofer comentará al cineasta que muchas veces se ha encontrado en las dunas con hombres muertos de pie.

Cuando la película deja seguir su camino a los personajes, todavía les faltan 300 kilómetros para llegar a la frontera, primer gran escollo de los innumerables que se encontrarán a lo largo del viaje. Dury filma sus rostros, y también sus nombres, algún teléfono y algún mail garabateados en un papel, porque la película será el único documento que indique que aquellos hombres existieron en ese momento y en ese lugar. Estaban de camino en un viaje invisible, y la única certeza de su existencia será la película. Aunque sobrevivan al desierto, aunque no se ahoguen en el estrecho, aunque logren escapar de la policía española, serán ilegales e invisibles para siempre.

Un hombre realiza unos dibujos en la arena, luego los borra y vuelve a dibujar una y otra vez: le dice a Dury que los viajeros están sanos y salvos, que están a punto de llegar a la frontera. El brujo le repite a Dury, nos repite a nosotros que están a salvo, y la película cristaliza su verdadera razón de ser; el cine está allí donde debe estar, mostrando aquello que el periodismo no puede y los medios no quieren, otorgándole una épica a los personajes, y una ética y una estética al cineasta.

Sin embargo, y esto es uno de los grandes logros de Dury, el espectador no está “preocupado” por la suerte del pobre joven francés en aquellas tierras inhóspitas, tal como estaban los espectadores victorianos del primer corte de Flaherty con Nanook: como espectadora me sentí sola y asustada como los viajeros, pero reconfortada en la fogata y emocionada y esperanzada frente a las predicciones del brujo.

Después de la película, ya entrando en calor con la charla y el vinito rico de Navarra uno se percata del par de cojones que tiene Dury: adentrado en un sitio donde no han visto a un blanco seguramente en años, durmiendo al aire libre a temperaturas extremas y encima cuidando de que la arena no se meta en la cámara. Otro comenta entonces que no hay que exagerar: Dury está vivito y coleando en el festival, pero sin embargo nunca más sabremos nada de aquellos viajeros.

Al final, todos estamos de acuerdo en que la película nos hizo descubrir algo que desconocíamos, y hasta quizás aquellos hombres muertos de pie se cuelen en algún sueño de nuestras tranquilas conciencias. Esa noche brindamos por la emoción de descubrir que todavía hay cineastas que saben otorgar una dimensión poética a películas necesarias, y además tienen el valor de hacerlas.

Lupe Pérez García es directora y montajista. Diario argentino es su primer largometraje. Desde 2002, vive en Barcelona.

imagen: fotograma de Espejismos de Olivier Dury.

miércoles, 25 de febrero de 2009

"Diario en que toda literatura esté ausente"

La editorial Paradiso acaba de publicar “Diario. Cuaderno de disciplinas espirituales”, de Ricardo Güiraldes. Un texto hasta ahora inédito, en el que el autor de “Don Segundo Sombra” se había prometido escribir, consignando todo para sí mismo, excluyendo la potencialidad de un lector, yendo y viniendo del autocontrol y la soledad al ruido de la vida, y consignando malestares físicos, emocionales, datos objetivos y presunciones indemostrables. Un libro que permite reubicar a Güiraldes en el sitio que le pertenece: entre los más refinados escritores argentinos.

Por Guillermo Saavedra

Cristalizado en la consagración póstuma de un libro admirable, la condena de ser siempre citado sin ser realmente leído, Ricardo Güiraldes (1886-1927) fue bastante más que el autor de una apología idealizada del gaucho. Luego de frustrar las expectativas de una familia de pro, fracasando en las carreras de Arquitectura y Derecho, y tras la previsible estadía parisina arrojando al techo la manteca de vacas propias y ajenas, Güiraldes se encontró con la escritura. El espíritu sopla donde quiere y, en su caso, con singular felicidad, ya que Güiraldes fue uno de los vectores de la mejor literatura argentina en una época en que ésta no fue precisamente escasa.

Ya en El cencerro de cristal (1915), su primer libro, alterna el verso y la prosa fraseándolos con una voz personal que alumbra más de una audacia luminosa e inspirada, como el poema Luna, antecedente de los desplantes antilíricos del ultraísmo martinfierrista.

En las ficciones de Cuentos de muerte y de sangre, también de 1915, ensaya un realismo contenido que, en sus muchos buenos momentos, se aleja del morbo naturalista que parece anunciar su título, y se tempera con inflexiones de cuño modernista: marca un camino que no desdeña los aspectos más desagradables de la existencia pero tampoco olvida la aspiración poética de un sintagma redondo y necesario.

Es que Güiraldes, en tanto escritor, vivió para la frase, como si en la respiración de ese período se cifrara el secreto de la literatura. Y ya en esos libros se adivina en ella la busca de un arco alzado en un equilibrio de tensiones: la oralidad y la escritura, lo culto y lo popular, lo épico y lo lírico, lo íntimo y lo público, las huellas de la autobiografía titilando en el agua de la ficción pura. Ese arco, que también podría definirse en Güiraldes como la tarea funambulesca de caminar entre la tradición y la vanguardia, se fue haciendo cada vez más aéreo y depurado, con interrupciones y desvíos que marcaron sus preocupaciones, tropiezos y desengaños, en las novelas Raucho (1917), Rosaura (1922), Xaimaca (1923) y Don Segundo Sombra (1926) y, entre otras publicaciones, en los póstumos Poemas místicos y Poemas solitarios, conocidos en 1928.

Ese movimiento pendular negociando entre extremos tuvo también un correlato topográfico en las constantes idas y venidas de Güiraldes: de Buenos Aires al mundo y viceversa; y, más aún, en la sístole y diástole entre el cosmopolitismo de La Gran Aldea, excitada por las visitas internacionales convocadas por su infatigable amiga Victoria Ocampo, y la intensidad bucólica de la estancia familiar en San Antonio de Areco, La Porteña.

Tal condición bifronte no le resultó gratuita. Güiraldes se coció como todo mortal en la salsa amarga de su contemporaneidad; y en ella fue subestimado o incomprendido, más apreciado como patricio generoso –cofundador de Proa y promotor de jóvenes valores tan disímiles como Borges y Arlt (a quien regaló el magnífico título El juguete rabioso)– que como autor. Tal como le ocurriría al propio Borges unas décadas más tarde, debió esperar el reconocimiento de la divina Francia. Sólo que en su caso llegó demasiado tarde.

Hoy el lector puede acceder al testimonio conmovedor de un momento preciso de ese derrotero. Se trata de un diario de Güiraldes que acaba de publicar Paradiso, en una bella edición curada por Cecilia Smyth y Guillermo Gasió, que incluye un facsímil del original y un esclarecedor prólogo de María Gabriela Mizraje y contó con el apoyo del Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires.

Fue escrito entre marzo de 1923 y septiembre de 1924 para servir a Güiraldes de registro de su trabajo, no sólo en la escritura sino sobre sí mismo, sobre su cuerpo enfermo y su conciencia al filo del estupor.

El texto es realmente notable. Ante todo, porque resulta un precioso envés del contexto biográfico del escritor: allí están las minucias de su cotidianidad fluctuante entre la estancia y Buenos Aires, pero también el registro de sus escritos (en el lapso abarcado por el diario, Güiraldes termina y publica Xaimaca y comienza a escribir Don Segundo Sombra), sus trabajos con la pintura y el dibujo, la gestación y salida de la revista Proa, sus encuentros con artistas e intelectuales, su creciente inclinación teórica y práctica hacia el budismo.

Pero lo que verdaderamente conmueve de este manuscrito hasta ahora inédito es la economía radical de su escritura, anunciada en un escueto avant-propos: “Diario en que toda literatura esté ausente”, se promete y se cumple Güiraldes a lo largo de casi todas sus entradas. El reflexivo no es superfluo: se promete escribir, consignar para sí mismo, excluyendo la potencialidad de un lector. Y el resultado es infrecuente, algo que por momentos se reduce a la enumeración descarnada de prácticas diarias vinculadas a lo que Foucault hubiera llamado “el cuidado de sí”. Aunque en Güiraldes las mejoras de cuerpo y espíritu no se buscan en un retorno a los clásicos de Occidente sino en una mixtura muy argentina de prescripciones de medicina alopática y ejercicios tomados de las lecturas del budismo y la teosofía, a las que Güiraldes había accedido durante su último viaje a Europa.

La elección de la escritura es totalmente funcional a su propósito: oraciones desprovistas de verbos conjugados en voz activa y muchas veces reducidas a predicados no verbales imponen al conjunto esa vocación de austeridad que hace reinar al participio pasado pasivo y evita el sujeto: “Levantado a eso de las diez. Baño tibio. Afeitado en el Jockey. Almorzado con Carlos”. “Leído un poco de Hatha Yoga”. Como si él mismo fuera un agente fantasma o, más aún, el objeto de esas acciones: “Pintado en el estudio del ombú. Chocolate por Adelina, sobre el pasto”. Por eso, cuando aparece un verbo conjugado, suena como un pistoletazo verbal, como si el sujeto replegado en sus pesquisas se reencontrara de golpe en una epifanía: “Concentración en el banco de las magnolias. Estoy como demasiado despierto a las cosas”.

Güiraldes no buscaba entonces convertirse en un monje ni recluirse en un ashram. A lo sumo, y no es poca cosa, sumergirse en el agua turbia de la contemplación para emerger renovado. Va y viene del autocontrol y la soledad al ruido de la vida. Consigna malestares físicos y emocionales, dudas y certezas, datos objetivos y presunciones indemostrables, actos triviales y propósitos elevados. Atraído por los preceptos de diversas disciplinas orientales persigue, en sus ejercicios físicos y espirituales, un cambio profundo en la respiración que su diario refleja como una forma inusitada de la verdad. Busca y entona su propio grado cero de la escritura, aquella que, como decía Barthes, “es el último episodio de una Pasión de la escritura que sigue paso a paso el desgarramiento de una conciencia burguesa”.

Vale la pena tomar contacto con esta encarnación por parte de Güiraldes de ese episodio del que, tal vez, la literatura aún no ha salido del todo.

Publicado originalmente en Perfil.


martes, 24 de febrero de 2009

dedos


Te paso abajo una foto de mi prehistoria. Estoy en algún árbol de algún parque de Lima. Alguien me ha subido y me ha dejado en suspenso para la cámara. Mi cara tiene quizá algo de la sorpresa del equilibrio. No estoy seguro. Lo más notable es que no me parezco nada. ¿Soy yo? ¿Son esos mis dedos? Cuando tenía 18 años solía decirle a las chichas que "yo fui lindo cuando era niño", a ver si al menos impresionaba a alguna futura arqueóloga o historiadora, animada por mi pasado. Terminé enamorándome de una maestra de jardín de infantes, por supuesto. Hoy mi hija de 10 años miró la foto y me abrazó con fuerza. "Tiny Paul, chiquitito", me dijo. Yo sostenía la imagen de una esquina, con las puntas de dos dedos.
--Paul Firbas


lunes, 23 de febrero de 2009

Ya lo ves, la vida es así...


La canción fue siempre la patria del kitsch y, por suerte, ese territorio liberado se extiende como mancha de aceite en el mar del buen gusto. La otra noche fuimos al Konex a ver/escuchar a Carlitos Casella cantar, con los arreglos sublimes de Alejandro Terán, un repertorio de canciones kitsch --en realidad, casi todas canciones de mujeres abandonadas-- cantadas con humor pero también con gran sentimiento. Entonces, uno se pregunta, ¿dónde quedó el kitsch?

Ya lo ves, la vida es así.
Tú te vas y yo me quedo aqui.
Lloverá y ya no seré tuya.
Seré la gata bajo la lluvia
Y maullaré por ti.



sábado, 21 de febrero de 2009

LUX TAAL


Claudio Caldini me pasó una copia, recién salida del horno, de su nueva película, LUX TAAL. Filmada a lo largo de los últimos tres años en General Rodríguez, donde Caldini vive entre los árboles y las plantas, se trata de una vertiginosa condensación, en seis minutos y medio, de su experiencia cotidiana de contemplación. “Trato de tener una cámara siempre cargada”, dice Caldini. El registro del cambio de las estaciones y del paso del tiempo, capturado en fotogramas de una belleza que escapa a las palabras, fue hecho con una cámara single-8 que permite rebobinar la película y volver a exponer, generando un efecto de sobreimpresión. Cada imagen, entonces, se mezcla con otras tomadas en otro momento, en un desfile vertiginoso de luz, color y formas que deja sin aliento. El título, según explica Caldini, mezcla el latín y el sánscrito. LUX es luz. Y TAAL viene a ser un término del sánscrito que remite al “ritmo” pero también al “batir de palmas”. Y de eso se trata LUX TAAL. Al mismo tiempo, se intuye la presencia –y no sólo la mirada-- del hombre que filmó las imágenes, que ha llegado a este lugar de cierta paz después de un largo via crucis.

Un detalle: la cámara con que filmó la película se la regaló su amigo de la infancia Eduardo Pla y el lugar de la filmación, la quinta de General Rodríguez donde Caldini de hecho vive desde el 2004, pertenece a otra amiga, Leila Yael, a quien está dedicado el film (junto a su hija y su nieta). No es una circunstancia menor el que los amigos lo quieran tanto. El fotógrafo Guillermo Ueno, otro amigo, observó hace poco que Caldini es una de esas raras personas cuya sola presencia es capaz de modificar el estado de ánimo de los demás. Próximamente iré desgranando en estas páginas el resultado de mis conversaciones con Caldini. Por el momento, me limito a copiar el intercambio de estos días en torno a su última película.


Claudio: Anoche vi LUX TAAL y, quiero decirte, como primera reacción, que me maravilló. ¡Qué colores! ¡Que imágenes! ¡Y cuántas cosas que pasan! Es muy rara la sensación que produce: evoca un estado de profunda contemplación y, a la vez, de vértigo, ante el cambio de la luz, de los colores, de las estaciones... del paso del tiempo, ¿no? Y a la vez, esas sobreimpresiones que aparecen como imágenes fantasmales todo el tiempo, como si uno no pudiera ver algo sin estar habitado por fantasmas de lo que vio (y vivió) antes... Y, claro, después de haber estado conversando todas estas veces con vos, y de haber consagrado un buen rato a pensar sobre lo que me contaste y tratar de expresarlo con mis palabras, la visión cobra inevitablemente otra dimensión, personalizada, profundamente conmovedora. Y no puedo dejar de pensar que es el capítulo que me faltaba...

abrazo

Andrés


Andrés: Gracias por lo que decís de LUX. Estoy muy contento con el resultado, con esos encuentros entre colores que produjo el azar. Es el procedimiento opuesto al de Heliografía: allí son pocos segundos extendidos a varios minutos, aquí son tres años en instantes. "Las cuatro estaciones no llegan a tiempo" dice el Chuang Tzu, y 300 años AC no se hablaba de cambio climático. "La culpa es de los malos gobernantes" agrega.

Es muy buena tu observación: como si uno no pudiera ver algo sin estar habitado por fantasmas de lo que vio (y vivió) antes... Es justamente ese sentimiento el que subconscientemente buscaba transmitir (también), además de la maravilla que es el reino vegetal y el estado de trance que nos induce su contemplación. Quiero hacer ampliaciones, funcionan muy bien como foto, ¡en la película son tan fugaces! Luego te envío algunos fotogramas que hicimos ayer con Sergio.

un abrazo

Claudio


Claudio: Qué gracioso que quieras hacer “fotos” de los fotogramas que en la película “son tan fugaces”... Justamente, yo sentía lo mismo al ver la película, incluso por eso mismo quise verla otra vez inmediatamente. Sentía que me estaba “perdiendo” imágenes, al sucederse con tanta velocidad, incluso al superponerse unas con otras, me daba ganas de poner “pausa” para ver mejor. Sin embargo, creo que el efecto conmovedor de la película tiene que ver precisamente con esa sensación de fugacidad, de pérdida, de no poder detener el tiempo ni el paso de las estaciones y que ni siquiera sea posible contemplar una imagen bella sino sólo quedarse con la imagen fugaz, evanescente, apenas entrevista, en el recuerdo. El encuentro de LUX y TAAL, tal vez... Eso es lo que emociona de la película. Nos satura de imágenes bellísimas pero, al mismo tiempo, no las sustrae, nos escamotea la posibilidad de retenerlas, salvo como sensación o como recuerdo. Y esa es la vida, ¿no? Y a mí, particularmente, me hace pensar en aprovechar el momento, en que no se puede dejar pasar un solo momento de percepción, es decir, de existencia, porque todo pasa. En fin, me puse filosófico...

También pensé, después, que podría tratarse de una especie de metáfora de la persistencia retiniana, es decir, el fundamento del cinematógrafo. Es interesante, en ese sentido, que se trate del procedimiento opuesto al de Heliografía que, para mí, también puede ser visto como una metáfora de lo que es el cine (luz y sombra, color, movimiento, alguien que filma y al filmar modifica lo que vemos...etc.)

Un abrazo

Andrés


imágenes: fotogramas de LUX TAAL de Claudio Caldini.


viernes, 20 de febrero de 2009

La clave

"Como el policía se dio cuenta de que algo raro pasaba y que estaban asaltando el negocio, salí de uno de los probadores, donde tenía a las dos vendedoras, le apoyé el revólver en el estómago y le disparé dos balazos. Como no caía y seguía forcejeando, mi mujer le sacó el arma y le pegó dos tiros en la espalda."

Así, el sospechoso identificado por fuentes policiales y judiciales como Ernesto Daniel Luque confesó ante un grupo de fiscales cómo mató al suboficial mayor Aldo Garrido durante el asalto a un local de venta de ropa masculina, en San Isidro.

(…)

La clave que permitió esclarecer el homicidio fue un llavero con la fotografía de un chico de 5 años, con el uniforme de un jardín de infantes y su nombre en la corbata, hijo de la pareja de sospechosos que anteayer por la mañana ingresó en el negocio de Chacabuco 361, en San Isidro. (…) Según fuentes policiales y judiciales, la punta del ovillo para esclarecer el homicidio de Garrido fue hallada cuando los peritos policiales revisaron la escena del crimen. Dentro del local, encontraron una pequeña cartera que, entre otros objetos, tenía el mencionado llavero y dos boletos de colectivo de la línea 237, que cumple el recorrido entre José León Suárez y Liniers.

Debido a que en los boletos figuran el horario en el que fueron emitidos y el interno en el que se realizó el viaje, los fiscales y los detectives lograron establecer que la pareja, a las 8.30, había tomado el colectivo asignado al ramal que, desde José León Suárez, pasa por Villa Lanzone y William Morris.

Tres horas y media después del asesinato de Garrido, los investigadores comenzaron a recorrer todas las escuelas y jardines de infantes del área comprendida por Villa Lanzone, William Morris y Pablo Podestá, por donde pasó el interno que abordó la pareja a la hora que figuraba en los boletos.

Divididos en grupos de tres, los detectives recorrieron las escuelas con copias de la fotografía del pequeño que estaba en el llavero encontrado en el local donde mataron a Garrido con el fin de establecer si alguna de las docentes reconocía al niño que tenía el nombre en su corbatín.
Anteayer, al final de la tarde, los policías ingresaron en un jardín de infantes de la localidad de Pablo Podestá y encontraron la misma pared que los alumnos pintaron con sus manos mojadas en temperas de distintos colores y que estaba como fondo en la fotografía del llavero descubierto en la escena del crimen.

Luego de que una de las responsables del establecimiento reconoció al pequeño e identificó a los padres, los policías localizaron la casa de los sospechosos y montaron un operativo de vigilancia para determinar si estaban en la vivienda, situada en Benito Pérez Galdós al 8800.

En los primeros minutos de la madrugada de ayer, los policías irrumpieron en la casa y sorprendieron a la pareja.

foto: Detenida y acusada del crimen (Telam).


Punto de Vista

El Festival Internacional de Cine Documental de Navarra Punto de Vista ha dado a conocer el Palmarés de esta V edición. Alicia en el País, de Esteban Larrain, se ha hecho con el Gran Premio Punto de Vista a la mejor película, dotado con 10.000 euros. El Jurado ha destacado la película "por reflejar una preocupación social desde una historia mínima, un viaje iniciático, frágil e incierto en donde lo concreto deviene universal y cada gesto nos devuelve hecha cine esa realidad, no siempre justa, entre nosotros y el mundo que habitamos".

Alicia en el país de Esteban Larraín (Chile)
180 kilómetros desde su pueblo natal en el sur de Bolivia para ir trabajar a San Pedro de Atacama (Chile). A finales de 2004, impulsada por la precaria situación de su familia, Alicia, una joven quechua, inicia un viaje de características irreales caminando a través de tierras mágicas y de sus propios recuerdos, siguiendo la invisible huella que durante siglos dejaron miles de otros quechua. El filme, basado en hechos reales e interpretado por la misma Alicia, propone un viaje onírico donde el ritmo, el silencio, los paisajes y la música conforman el mágico mundo interior de Alicia.

Palmarés 2009:
- Gran Premio Punto de Vista a la mejor película: Alicia en el País, de Esteban Larrain
- Premio Jean Vigo a la mejor dirección: Mirages (Espejismos), de Olivier Dury
- Premio al mejor cortometraje: Lost world (Mundo perdido), de Gyula Nemes
- Mención especial del jurado: Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, de Yulene Olaizola
- Premio Especial del Público: Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, de Yulene Olaizola


jueves, 19 de febrero de 2009

Conversación con Albert Serra

−¿Cómo fue tu acercamiento al cine?
−Por casualidad. Nunca estudié cine.
−¿Estudiaste letras?
−Sí, y tengo la teoría de que la gente más mala que hay en cine hoy en día es la que estudia cine, que tienen un conocimiento más adocenado. Las escuelas de cine forman trabajadores para la industria. En literatura esto no sucede, en la facultad de letras no se fabrican trabajadores para la industria editorial.
−No, al contrario, te desaniman, para que no escribas.
−¡Claro! Pero en el cine no, se fabrica gente para una industria. Esto no era así hasta hace poco. Los grandes maestros, los cineastas vanguardistas, no iban a una escuela a estudiar cine. No se tenía un plan muy específico de lo que debe ser el cine, sino a través de la cinefilia. En las escuelas hay un enfoque donde lo más importante es la formación técnica. Pues bien, yo hice todo lo contrario. El equipo con el que hice la película es gente de mi pueblo y, salvo alguna excepción, no tiene formación técnica. Mi director de fotografía nunca había tocado una cámara. Los actores nunca han hecho teatro ni se pusieron ante una cámara. Y en mi caso, mi incorporación al cine fue para salir de la rutina cotidiana, con mis amigos nos dijimos por qué no hacemos algo más divertido, pero de un modo totalmente amateur. Aspiramos a esta cosa tan subversiva de las vanguardias del siglo: intentar cambiar la vida.
−¿La propia o la de los demás?
−De momento empezar por la propia, pero sin desechar que pudiera también cambiar las de otros. Y nos largamos a la aventura sin saber nada. Mi montador nunca montó la película de nadie más. En Honor de cavallería, como el trabajo del montaje se nos hacía un poco difícil, se lo dimos a un montador profesional, un tío que había montado a Marc Recha, Guerín y otros así. Y el tío nos hizo un primer montaje que quedó muy mal. Aunque había un pequeño detalle que estaba bien. Cuando vimos eso le dijimos: por qué no la haces toda así, como esto que has hecho al comienzo. Se lo repetimos una y otra vez, pero no le entraba en el cráneo que lo que había hecho bien en unos pocos minutos lo tenía que hacer en toda la película. Es curioso, porque lo que no hubiéramos descubierto nunca por nuestro propio trabajo, él lo había encontrado de casualidad. ¡Pero era incapaz de entender que aquello era la esencia de la película!
−¿En qué consistía ese hallazgo?
−Bueno, sobre todo, que en esta primera película había que hacer prevalecer una dimensión contemplativa. Yo siempre pienso que la imagen tiene tres dimensiones: la narrativa, la contemplativa y la gráfica. En cada película predomina una u otra. En Honor de cavalleria la dimensión narrativa no cuenta tanto; la gráfica, que es muy importante en esta última, en Honor... no, y casi casi sólo predomina esta dimensión contemplativa. Porque es evidente que no pasa nada y no hay mucho que narrar, y el componente gráfico no es muy fascinante que digamos. Así que, ¿por qué no jugarlo todo al aspecto contemplativo? Y este montajista profesional no podía entender que la película se quedara en la pura contemplación. Y a nosotros, justamente por esta falta de profesionalidad, nos gustaba que todo fuera así, y si a alguien no le gusta y cree que es un error, bueno, es su problema.
−Es como si te desentendieras de la pretensión de entrar en algo establecido, de formar parte del cine.
−Es que a mí no me interesa el cine, yo no voy al cine. Voy a los festivales y veo alguna película, no hay tantas interesantes. Para mí el cine no da para tanto, no me llena la vida. Y siempre digo que, si tuviera dinero -tampoco gano dinero con esto- no me dedicaría al cine.
−¿A qué te dedicarías?
−No, a nada (risas).
−Tu cine parece ir en contra de la obligación de que todo tenga un sentido narrativo, eso que inculcó Aristóteles. En tus películas estás tomando historias muy fuertes, como el Quijote y los Reyes Magos, y vas para otro lado, como si dijeras: bueno, esta historia ya fue contada, ya sabemos de qué se trata. Y a mí me propone una experiencia como espectador, el experimentar ese momento silencioso, o esa deliberación de los reyes acerca de si vamos para allá o venimos para acá, me tengo que preguntar qué está pasando...
−Para mí el tema es una excusa. Eso es típico de la literatura del siglo XX: la literatura se hace con palabras, no con temas ni argumentos, sólo con palabras. Podés elegir el tema más banal, como Flaubert, y con eso hacer una gran literatura; y el tema más ambicioso puede dar resultados pésimos. Yo no tengo una visión nueva sobre los temas que trato, pero tengo ideas nuevas sobre cómo expresar algo artísticamente. Escojo un tema para tener de dónde partir, no quiero pensar en términos de un guión. Incluso no me gusta desarrollar una narración que sea demasiado complicada. Lo complicado no me interesa, Shakespeare me aburre, es demasiado complicado en la trama. En cambio Racine, que tiene una trama más simple y se basa en las palabras, me encanta.



−Te iba a preguntar por qué elegiste a los Reyes Magos, pero quizá no sea la pregunta adecuada.
−Sí que es una buena pregunta, porque hay constantes que a mí me gustan, que son: rodar en exteriores, con actores no profesionales, tratar cosas que no tengan nada que ver con nuestra vida cotidiana, un tema que no puedas vincularlo con ninguno de los problemas de hoy en día...
−¿Y cómo es el proceso de escribir un guión? ¿En qué consiste tu guión?
−Bueno, sólo están las escenas descriptas, sin diálogos, quizá hay un tema concreto que quiero que aparezca en el diálogo. Son unas quince páginas. Si lo pusieras todo seguido serían siete páginas o algo así. Pero yo pongo cada escena en unos pocos renglones y dejo el resto de la página en blanco. Y luego en esa parte vacía pongo ideas que se me van ocurriendo. Mientras la estoy preparando miro películas que me permitan pensar en la atmósfera, intento copiar lo bueno que han hecho los otros. Me gusta rodar en exteriores ¡y sin monitor! Nunca he usado un monitor, nunca vi una imagen antes de que acabara el rodaje. Alguna vez por el visor controlo un plano. Por ejemplo en la última película, el plano final lo compuse yo, buscando la distancia exacta y la oscuridad que quería para terminar. Con el director de fotografía fijamos una estética antes de empezar. En Honor... habíamos decidido que la cámara estuviera baja, que siempre se viera un poco de hierba entre la cámara y los personajes, que vieras cómo la vida va fluyendo, esa dimensión contemplativa de la que hablábamos antes. Eso fue muy distinto en El cant..., donde la cámara suele estar muy alta, los personajes lejos, y se gana en la dimensión gráfica, ese fectichismo de la imagen que me interesa mucho.
−En el film hay imágenes que podríamos llamar preciosistas, pero también otras que están en el límite de lo correcto, digamos, casi sin luz. Hay una escena que para mí es el corazón de la película, el diálogo en el que se preguntan: qué hacemos, vamos, volvemos... subimos, vamos marcha atrás. Porque la experiencia del espectador está encapsulada en este diálogo: ¿qué tengo que pensar? ¿para dónde me está conduciendo esto?
−Es que estamos hablando de tres pioneros. Y la película es también como el viaje de los pioneros que no saben para dónde ir, tampoco la película sabe para dónde va, se debate para encontrar una dirección. Eso me gusta: no saber dónde ir pero marchar con mucha convicción, como los pioneros, que tienen dudas pero van con mucha energía. Lo que no quiero con los actores es repetir, aunque me haya gustado algo que han hecho nunca les digo que lo repitan. Tampoco les digo si no me gusta, los dejo que lo hagan. Los actores no profesionales tienen eso, si saben lo que tienen que hacer se vuelven demasiado concientes de sus moviemientos. En este caso usé una técnica: confundir a los actores. En el rodaje les digo unas pocas reglas: no puedes mirarme, responderme, ni parar de actuar. Más allá de eso, puedes hacer lo que quieras, si estás cansado puedes tirarte ahí, lo que te dé la gana, excepto esas tres cosas. Y claro, hay momentos en que surge la duda del pionero, momentos fundacionales. Ellos son los primeros creyentes, los que no tienen un camino establecido, salen en busca de un niño pequeño. Y yo generaba momentos de confusión. Le di a cada uno unos walkie talkies y con la cámara estábamos un poco lejos. Así que yo les decía: (sanatea) “¡va y ya, corrida de toros, ascención, vale!”. Y automáticamente reaccionaban con convicción, porque acababan de recibir una orden enérgica, aunque no la habían entendido y no sabían bien qué hacer. Y les decía (a los gritos): “ciego y entonces puñal, serpiente, tempestad... ¡y ya!”. Y ellos trataban de reaccionar: ¿ciego? ¿serpiente? Y yo: “pero qué os he dicho, por favor, ahhh... ¡¡¡camión!!!”. Y entonces se producía una cosa de mucha tensión, pero sin dirección alguna, sin encarrilarse para un lugar claro. Y ellos volvían preocupados con sus walkie talkie: “pero, puta, no se entiende... ¡esta cosa no funciona!”. Si ellos saben de antemano lo que van a hacer, queda muy mecánico. En cambio así hay una vacilación que es muy auténtica. El problema que siempre se plantea en un rodaje es encontrar el balance perfecto de libertad y necesidad. Cuando algo está escrito y los actores saben lo que va a pasar, la necesidad se lo come todo. Si lo preparas, será aburrido, ¿no? Porque la película es muy gráfica, no hay narración... y coño, si no tuviera libertad, la película se volvería insoportable. De hecho, para mucha gente es insoportable, no tienen la sensibilidad para captar esa incertidumbre o les falta la costumbre de percibir de ese modo.
−Es que estamos acostumbrados a darnos cuenta siempre de por qué estamos viendo algo.
−¡Exacto! Tú te das cuenta en seguida de por qué te están mostrando algo. Por eso es que no miro nunca películas de Hollywood. Si tengo la sensación de saber lo que pasa, me aburro. No me interesan las películas normales, Creo que verlas me volvería normal, me contagiaría, así que ni las quiero ver. Un amigo mío, el director de fotografía de Honor... -digo director de fotografía, pero para mí es un cámara-, se fue a trabajar a Hollywood. Está haciendo una película con ese tío de la moda, Tom Ford, muy famoso. Y me dice que esa película es todo lo contrario. Allí hay que filmar un vaso y tienen a 40 tíos que estudian dónde colocar el vaso y lo cambian 20 veces: si lo tienen que poner así o así. Y me cuenta: no te imaginas, la cosa más estúpida los tiene pensando durante horas, miran una y otra vez por el monitor si este cable que cuelga ahí detrás tiene que pasar así o sería más estético de otra forma.Y después dicen que los planos se ven sin vida. Pero ¿cómo van a tener vida si con todo esto los matan?


Extracto de una conversación que mantuve con Albert Serra, después de la presentación de su última película, El cant dels ocells, durante el festival de Mar del Plata, en una actividad organizada por el Proyecto de Cine Independiente. La charla completa puede leerse en el último número de la revista La Otra.

lunes, 16 de febrero de 2009

Volver a dibujar


Este fin de semana volví a dibujar. Dibujé más en estos dos días que en todos estos años. Y con el dibujo me volvió, como con la magdalena de Proust, todo un universo semi enterrado. Cuando era chico jugaba al Subbuteo, un juego de mesa de fútbol muy popular en Londres en los años 70, cuando yo vivía allá, y que intenté importar a la Argentina cuando volvimos. Se jugaba sobre un paño verde y cada jugador disponía de su equipo de once pequeños jugadores, hechos con bastante detalle, pintados a mano como soldaditos de plomo, cada equipo con sus colores correspondientes. Existían cientos de equipos, todos los ingleses por supuesto pero también equipos internacionales. Recuerdo que estaba la Argentina, camiseta a rayas celestes y blancas, pantalones negros y medias grises: una exacta reproducción de la indumentaria de la selección en esos tiempos, aunque la piel de los jugadores era… negra. No existían River ni Boca pero yo tenía Perú (también negros) que era bastante parecido a River. Los jugadores iban sobre una base semiesférica que se golpeaba con el dedo para hacerlos deslizar sobre el paño y patear la pelota.

Armábamos unos campeonatos interminables, los fines de semana, con mi amigo Klaus Gallo y algunos vecinos de la casa de la calle Sucre, como el Gordo Guillermo y el Flaco Ricardo y, cómo olvidarlos, los mellizos Longarella. Cada uno tenía su equipo: el de Klaus era el Deportivo Lacroze, porque vivía en la calle Federico Lacroze, el del Gordo era Defensores de Sucre. Mi equipo, me da un poco de vergüenza recordar el nombre, era el Inter Belgrano, o Internacional Belgrano, nombre que igual, en mi caso, no dejaba de tener su lógica. Y utilizaba los jugadores del Inter, o Internazionale, de Milán. Uno de los Longarella, ahora lo recuerdo, tenía su Sport Crámer y el otro, Echeverría Juniors. Una vuelta Klaus le ganó a uno de los mellizos, con un penal que yo le cobré en el último minuto, precisamente en el departamento de los Longarella de Crámer y Echeverría. El mellizo se puso como loco, nos puteó de arriba abajo y, en medio de las lágrimas, nos echó de la casa. Fue como uno de esos partidos “chivos” jugados de visitante en una cancha difícil.


Los campeonatos, como dije, era largos, podían durar dos o tres meses, a veces más. Y yo “publicaba”, es decir escribía a mano y dibujaba, la revista del torneo. Como si fuera El Gráfico, con los resultados, los goleadores, la figura del partido, y breves comentarios de los partidos, calificándolos igual que en El Gráfico con categorías tales como “mediocre”, “intenso”, “muy bueno”. Y, por supuesto, “fotos” de los partidos, que yo dibujaba, copiando a veces fotos del mismo Gráfico, inventando otras. Pasaba horas haciendo esas revistas, que sólo leía Klaus y alguno de los otros jugadores. Y me doy cuenta que es esa misma combinación de dibujo y letra en el papel --no por nada siempre fui un aficionado de las historietas-- la que siempre me gustó y a la que quise regresar hace un año atrás, cuando aproveché la soledad y los tiempos muertos de un viaje para volver a dibujar, en un cuadernito donde también van mezcladas anotaciones, frases o la misma tapa de un libro que estoy leyendo. Después, pasó el tiempo y terminé dibujando muy poco. Las hojas en blanco del cuadernito me esperaban, acusadoras. Por sugerencia de una amiga, Marlene Lievendag, me anoté en el taller intensivo de dibujo de Martín Kovensky, un dibujante que siempre me gustó mucho y que parecía el maestro perfecto para mí, por su tipo de dibujo de trazos simples pero llenos de gracia, sin ninguna pretensión “pictórica” ni de obra acabada, pero de enorme expresividad. Seguramente habrán visto su trabajo, por ejemplo sus ilustraciones para las páginas editoriales de La Nación.


El taller tuvo lugar en un bonito local, con largas mesas de trabajo, mucha luz, patio y plantas, de la calle Cabrera. Empezamos el sábado a las diez de la mañana y no paramos de dibujar hasta el domingo a las seis y media de la tarde. No exagero si digo que nunca dibujé tanto en mi vida. Y pasó, como Kovensky instaba a que dejemos que pase, que me volví a conectar con esa sensación de la infancia: el placer del instante en que el lápiz se desliza por el papel. A través de una serie de ejercicios, desde el simple retrato de modelo vivo hasta otras experiencias más bizarras, como dibujar cada mano con la otra (es decir, dibujar la mano derecha con la izquierda…), dibujar un retrato sin mirar la hoja donde estás dibujando, dibujar con los ojos cerrados, probar con distintos valores de la línea (líneas fuertes, líneas suaves), todo muy rápido, sin demorarse demasiado en cada ejercicio, pasando de uno a otro, Kovensky nos llevó a un terreno del puro hacer, inmensamente gozoso –aunque agotador-- que yo por lo menos agradezco, como una de las mejores cosas que te puede pasar. Recordé aquellos fines de semana perdidos con el Subbuteo.


Y Kovensky resultó, nomás, el maestro perfecto que estaba necesitando: “Lo principal de un dibujo no es lo que pasa después, es decir, el resultado, el juicio, etc., sino lo que está pasando ahora que estás dibujando”, dijo Kovensky. “Como me dijo una vez mi astrólogo: convencete, los errores forman parte de la vida. Es importante incorporar el error al dibujo. ¡El error es bárbaro! El error, digo, en el sentido de que lo que importa es el intento. Si no, la tensión de querer lograr algo, llegar a determinado resultado, te aleja de la posibilidad de fluir con lo que estás haciendo, de la actitud de estar ahí, simplemente, en la situación... mirar y dibujar”.


fotos (desde lo alto): 1. el Subbuteo; 2. la cancha del Club Eros, donde hicimos las pausas para el almuerzo durante el taller; 3. Kovensky explica; 4. Kovensky en acción, "editando" el trabajo de uno de los alumnos; 5. El cuaderno del maestro.

sábado, 14 de febrero de 2009

foto


La que ganó como mejor foto del año, del premio World Press Photo a los mejores fotorreportajes, fue una imagen del estadounidense Anthony Suau para un artículo sobre la crisis hipotecaria publicado en la revista Time. La foto, en blanco y negro, deja ver a un policía que entra armado a una vivienda para verificar que se cumplió la orden de desalojo después de que los ocupantes no pagaran la hipoteca.

viernes, 13 de febrero de 2009

¡César Aira en televisión! (2)



Segunda parte de la entrevista a César Aira. "Siempre conservo esa esperanza... de que me salga una buena novela".
Ver la primera parte.
Publicado originalmente en www.porta9.com


¡César Aira en televisión!



El reclusivo escritor de Pringles, que no da entrevistas en la Argentina, explica en esta entrevista de la TV chilena por qué no da entrevistas en la Argentina. Habla, con sinceridad inesperada, de su "rareza". Y recomienda a los jóvenes que no se esfuerzen por escribir algo "bueno", porque ya hay muchos escritores buenos, sino algo "nuevo".


Canasta


Viernes. Desde las 20hs.
Canasta. Delgado 1235 (y El Cano).
No sabemos de qué se trata, pero iremos a ver.


miércoles, 11 de febrero de 2009

Autobiografía (2)



por Viktor Kosakovsky


El otro día

Un día, en septiembre de 1991, cuando caminaba hacia mi casa, me fijé en que en la acera yacía un hombre muerto. Llamé a la policía y me marché. Una hora después, cuando volví a asomarme a la ventana, el cadáver seguía en el mismo sitio. Llamé otra vez, dos horas después seguía sin aparecer nadie.

Es necesario aclarar que aquel día yo regresaba del Kremlin donde se acababa de tomar la decisión de devolver a Leningrado su nombre anterior: San Petersburgo. ¿Por qué se había decidido recuperar el antiguo nombre en ese preciso momento? Porque coincidía con el 50 aniversario del comienzo del Sitio de Leningrado, el 8 de septiembre de 1941. Mi idea del Sitio de Leningrado estaba conformada por las imágenes de los noticiarios en los que se veían los cadáveres de gente muerta de hambre y frío en las calles y que nadie recogía.

Me acerqué al estudio para pedir que me dejaran una cámara, pero en ese momento no había ninguna cámara libre y tampoco quedaba película. La suerte hizo que me encontrara con Vladimir Morozov, un operador que en la última etapa de Losev me había ayudado a rodar un paisaje urbano. Tenía consigo su propia cámara. Yo, por mi parte, pude conseguir ocho minutos de película en blanco y negro. Fuimos a rodar. En la Unión Soviética la norma decía que el metraje mínimo de una película debía ser de ocho minutos y medio. Así que colé al comienzo una imagen negra de treinta segundos con sonido: una romanza sobre versos de Pushkin que después se convirtió en la base de la trilogía Yo te quise (I loved you. Three romances, 2000).

Tengo treinta años

A los 25 años todos los ciudadanos de la URSS teníamos que colocar una nueva fotografía en el pasaporte. Aun siendo fotógrafo, yo no tenía ni una sola fotografía de mí mismo. Me acerqué a un taller de fotografía, el fotógrafo me hizo el retrato y me dijo que pasara a recogerlo al día siguiente. Cuando regresé, el fotógrafo estaba en el cuarto oscuro y desde allí me gritó que buscara yo mismo en la mesa. Encontré mi retrato en medio de un montón de fotos: en aquella búsqueda mis ojos se habían llenado de decenas de rostros de gente de mi edad. Claro, todas las personas nacidas en 1961 tenían la obligación de cambiar su foto del pasaporte, y allí estaban. Así fue como decidí buscar a todos los que habían nacido el mismo día que yo. Seguramente para llegar a entender los planes del Creador habría sido necesario conocer a todos los que habían llegado a la tierra el mismo día. Pero me volvió a entrar la pereza y decidí limitar mi búsqueda a una sola ciudad. En todo caso, en aquel tiempo antes de la aparición de Internet, necesité cuatro años para encontrar a toda aquella gente de una única ciudad. Pude certificar que el 19 de julio de 1961 habían nacido en Leningrado cincuenta niños y cincuenta y una niñas.

Para cuando escribí el guión y conseguí el dinero suficiente, yo ya tenía treinta años.

Al final, en el verano de 1991 comencé a rodar la película “Tengo treinta años”. Pero en agosto se produjo el golpe de estado y yo me vi obligado parar. Al año siguiente intenté rodar por segunda vez “Tengo treinta años”. Para ser justos, ya iba para treinta y dos. Era 1992. Una época en la que el dinero perdía su valor en un suspiro. El estudio había recibido la primera partida de fondos y en verano habíamos realizado algunas tomas, pero de repente se hizo evidente que el resto del dinero no llegaría nunca: la inflación había absorbido nuestro presupuesto. Con el resto del dinero depreciado, estaba claro que no sería posible filmar una película de grandes dimensiones con cientos de personajes. Sin embargo, como a finales de año el estudio estaba obligado a presentar un largometraje, decidí filmar una película “rápida”. Fui al campo, a casa de unas personas que siempre me habían parecido interesantes y rodé Los Bélov (Belovy/The Belovs, 1993). De tal suerte que, después de este proyecto, cuando finalmente conseguí el dinero y pude terminar el rodaje de aquella idea inicial, yo ya tenía treinta y cinco años. Éste es el motivo por el que la película tuvo finalmente otro título: Miércoles, 19-7-1961 (Sreda, 19-7-1961/Wednesday 19-7-1961, 1997).

Los Bélovs

No sé cuándo tuve la idea de Los Bélovs (Belovy/The Belovs, 1993). Lo primero que me viene a la cabeza son los recuerdos de mi infancia en un pequeño pueblo por el que discurría un río y donde a veces yo pasaba las vacaciones. Me fascinaba la posibilidad de colocar sobre el agua un barquito de papel o una rama del bosque, que pudiera navegar hasta el lago o que continuara su curso a través de un río más grande que el primero, hasta otro lago más grande, y luego a través del inmenso Neva hasta San Petersburgo, enseguida hasta el mar Báltico y después por el océano Atlántico hasta Argentina o la India, dando la vuelta a todo el globo terrestre. Éste es el motivo por el que la película se inicia sobre un río.

Desde el punto de vista estético, quería rodar una película alejada de cualquier género específico. Esto explica que en Los Bélovs el drama se desliza fácilmente hacia la comedia, que luego se transforma en tragedia, hacia la tragicomedia, en definitiva. La dramaturgia en este tipo de cine documental nace de esa transformación de los estados de ánimo y sentimientos del espectador. Es, desde mi punto de vista, más importante incluso que la historia que se desarrolla en la pantalla. El espectador se ve abocado a modificar numerosas veces su relación con los personajes, experimenta una gran variedad de sentimientos diferentes - incluso hasta el punto de querer abandonar la sala. Sin embargo, en el instante siguiente, de nuevo queda atrapado por la profundidad y la paradoja que tiene lugar ante sus ojos, hasta llegar a querer a los protagonistas. Por eso tiendo a creer que si no se quiere a los personajes, no vale la pena rodar una película, porque el resultado será algo plano. Pero, por otro lado, y, por la misma razón, cuando se tiene un gran sentimiento de afecto hacia los personajes es incluso más difícil hacer una obra de arte: también en este caso faltará la variedad.

Personalmente, si entiendo cómo hacer frente a tal asunto o fenómeno, ya no puedo hacer la película. Lo más interesante para mí es comprobar si el amor que tengo hacia los personajes y la incomprensión hacia su forma de enfrentarse a la vida pueden entrelazarse de manera unitaria e indivisible. Es el caso de “Los Bélov”.

En una película de este tipo, lo más difícil es no destruir el entorno de los personajes, por eso llegué al pueblo con gente joven desconocida: un cámara, un sonidista y un ayudante. Con todo, éramos ya demasiados. Durante las dos primeras semanas la mayor parte del tiempo estuvimos recogiendo patatas, arreglando las empalizadas o acompañándoles a por champiñones y bayas salvajes.

Una noche, mientras todos dormían, yo estaba sentado escuchando en el magnetófono el registro de las primeras tomas. Bien temprano Anna se levantó para dar de comer a las vacas, y cuando me vio con mis cascos también ella quiso escuchar. En ese momento me disponía a chequear el primer sonido de todos, la llegada de los hermanos y la conversación de toda la familia en la mesa. Anna se colocó los cascos y enseguida arrancó a sollozar. Como un resorte, paré inmediatamente el magnetófono pero ya era demasiado tarde: decidí marcharme por un tiempo, para que Anna olvidara aquella grabación. Nos fuimos en barco y descendimos corriente abajo hasta la orilla del Báltico.

Un mes más tarde, esta vez sólo con un ayudante, regresé al pueblo. Con este equipo mínimo rodar fue más fácil. Y no tuve prisa en volver a dejar los cascos a Anna para que escuchara la grabación de las conversaciones de toda la familia. Esta imagen fue decisiva en la dramaturgia del film. La película gustó a los Bélov. La han visto muchas veces de corrido. Mijáil me felicitó, aunque me pidió que rebajara un poco sus disquisiciones filosóficas. Anna, por su parte, recibió durante años cartas de espectadores de todo el mundo.

Pero en realidad la primera persona a la que yo enseñé la película fue Pável Kogan.

Pável y Lialia. Romance de Jerusalem

Pável había abandonado Rusia hacía mucho tiempo buscando una solución médica para su enfermedad. Algunos años más tarde, tomé la decisión de hacerle una visita rápida a Jerusalem. Justo antes de partir, sorpresivamente, Lialia me llamó para pedirme que llevara una cámara conmigo. En el estudio conseguí encontrar nueve latas de 300 metros de película en blanco y negro, 90 minutos. Ningún operador estaba libre, pero mis amigos, el ingeniero de sonido Leonid Lerner y el productor Anatoli Nikiphorov, consiguieron apañárselas para partir ese mismo día conmigo a Israel. Me vi obligado de nuevo a llevar yo mismo la cámara, lo cual me reafirmó en la idea de que la persona más importante en el cine documental es el operador de cámara. Es precisamente aquél que siempre está tras la cámara quien, por su reacción ante las situaciones cambiantes del plano, decide al instante qué debe hacer la cámara para convertir los hechos en imágenes. En el momento de la toma el operador es el primero en casar la ética y la estética. En ninguna otra forma de arte las relaciones entre la ética y la estética son tan estrechas como en el documental. Recuerdo que en un momento, cuando Lialia arrancó a llorar, yo instintivamente retiré la cámara de su rostro. Ese movimiento de cámara se había convertido por sí mismo en un hecho cinematográfico. Antes de la toma es imposible predecir que se va a producir ese gesto. Y menos explicárselo anticipadamente al operador. Y esto se produce porque en realidad hacer imágenes es en sí mismo demasiado sencillo.

En unos cinco días teníamos ya una película de 90 minutos. Pero casi todo el material fue destruido en el laboratorio. Sólo se pudieron salvar 30 minutos. La película tuvo éxito; pero para mí, no es una película acabada.

Sacha y Katia

Yo me enamoré en el parvulario. Todos los viernes por la tarde, cuando regresábamos a casa, sufría porque no la volvería a ver durante dos días enteros. Hasta que un lunes horrible, ella no regresó. La habían cambiado de centro. Sentí que mi vida se detenía… Treinta y cinco años después, decidí hacer una película. Pero después de recorrer las más de doscientas escuelas infantiles de San Petersburgo, no encontré una sola historia equivalente. Todos los educadores me decían. “En los últimos tiempos es como si hubiéramos cambiado a los niños. No hace seis o siete años en cada grupo encontrábamos amores y parejitas. Pero ya no”. Y sin embargo, finalmente, tras cuatro meses de búsqueda, un día yo mismo escuché: “Mamá, mañana nos vamos a casar”. Rodé esta historia en dos días.

A veces pienso que a la edad de cinco años casi todo está ya presente. Incluso el triángulo amoroso.

Tres parejas. Tres historias. En los tres géneros: de la tragedia a la comedia.


¡Silencio!

¡Silencio! (Tische!, 2002) nació por azar. Me encontraba en fase de preparación de otro proyecto en Alemania y estuve un año entero esperando los fondos necesarios para hacerlo. Cada dos meses volvía a mi casa en San Petersburgo para descansar tres o cuatro días. Comencé a filmar a través de la ventana de mi habitación sin la intención de hacer una película. Rodaba porque sí. Porque me producía placer. Repetí estas vueltas a casa unas seis veces en todo el año. Y cada vez que lo hacía tenía la oportunidad de filmar algo bello o extraño. Un año más tarde, seguía sin recibir el dinero necesario para realizar la película en Alemania, pero tenía ya diez horas de material rodado a través de mi ventana. Y al final he acabado haciendo una película desde mi propia ventana.

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Este texto apareció por pimera vez publicado en Images documentaires (núm.50/51, primer semestre 2004). Su versión en castellano se encuentra en el libro catálogo Ver sin Vertov, coordinado por Carlos Muguiro y editado por La Casa Encendida de Madrid.
Cortesía Blogs&Docs

lunes, 9 de febrero de 2009

Las paredes de Villa Urquiza (2)


Fui a buscar a Rocco por lo del primo y cruzamos, como siempre, las calles de Villa Urquiza por donde iba a ser la traza de la autopista proyectada por los militares que, por suerte, nunca llegó al barrio. Impresionado por la visión surrealista de esas mismas paredes que nos dejó el señor Blu, quise recorrer el lugar de los hechos para ver qué vestigios quedarían. El video fue registrado hace poco, durante el 2008, pero me enteré que había cambios en marcha. Quería que Rocco viera con sus propios ojos, sobre las paredes, lo que para él podría ser simplemente otra película de dibujitos más.

Desde que la intendencia de Cacciatore hizo vaciar en 1978 esas manzanas, entre Donado y Holmberg, para hacer la autopista que nunca se hizo, algunos de los vecinos que fueron expropiados volvieron a sus propiedades --las que no habían sido demolidas-- mientras otras muchas casas fueron ocupadas. Durante años, las sucesivas intendencias intentaron sacar a los okupas, que al parecer tampoco eran okupas cualquieras, venían amparados por Norma Kennedy, una legendaria militante peronista de los 70, pero de la juventud leal a Perón, cercana en su momento a López Rega. Allá por el año 90 era aún una figura reclusiva que le huía a la prensa, desués de que la hubieran sindicado como una de las responsables de la "masacre de Ezeiza" (ella estuvo en el palco, junto al Coronel Osinde y Leonardo Favio). En ese momento, tras ya no recuerdo qué delicadas gestiones, conseguí hablar con ella, fuera de micrófono, para un documental que estaba haciendo sobre Perón. Fue una conversación increíble, me contó muchas cosas, terminó llorando y yo teniendo que consolarla. Después, en los años sucesivos, devino una fugaz estrella televisiva freak de las tardes de Mauro Viale y mi gran scoop quedó desdibujado. Pero esa es otra historia. 

En estos últimos meses el gobierno de la ciudad finalmente acordó con los vecinos una compensación para que se fueran (hubo subsidios de hasta $90.000). Y parece que se están yendo nomás. Según acabo de leer, "en la traza hay 266 parcelas, de las cuales ya liberaron 181. De esas, 73 fueron demolidas total o parcialmente. Resta resolver la situación de 85 lotes. En todos los casos, los predios liberados son alambrados". La pregunta es qué harán con los lotes una vez terminada la limpieza.

Mientras tanto, la visión que proporcionan esas calles es como de una especie de Sarajevo, aunque hay que decir que la destrucción ha sido muy prolija. Se ve, por ejemplo, un predio demolido en el medio de dos casas intactas. Y hay una cuadra casi entera que, de un lado, parece una cuadra cualquiera de Villa Urquiza. Pero, como diría Borges, o como de hecho dice Borges en un poema sobre estas mismas calles, que él solía recorrer durante largas caminatas hace setenta años, "sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente". La extraña mezcla de predios vacíos entre edificios semi-derruidos, casas viejas todavía de pie y potreros sorpendentemente verdes, tiene su magia, no por nada fue elegida como location por el Sr. Blu. Por desgracia, de las pintadas que aparecen en el video de Blu y de las realizadas por otros artistas, que habrán estado principalmente en las casas abanonadas, va quedando poco y nada, aunque quienes hayan visto el video reconocerán al monstruo de la foto de arriba. Pero por lo visto, el alambrado no alcanza para disuadir a los artistas da rua locales, como permite evidenciar la pintura fresca de la foto de abajo. Al igual que los okupas --que con o sin Norma Kennedy volverán antes de que termine esta historia-- los fantasmas de las paredes de Villa Urquiza tampoco se dejarán echar tan fácilmente. Mientras el gobierno de la ciudad hace su trabajo de limpieza, y la especulación inmobiliaria acecha, existe otra municipalidad secreta que hace lo suyo por mantener viva la ciudad.

Autobiografía (1)

por Viktor Kosakovsky

Nací en San Petersburgo (Leningrado) el 19 de julio de 1961. Recuerdo que en mi infancia tuve dos pasiones: el cine y la fotografía. A veces, los días que no tenía escuela, iba al cine y compraba una entrada para la primera sesión. Diez minutos antes de que acabase la película, salía de la sala para ir al baño y esperaba allí a que comenzara la siguiente sesión. Mezclado entre los nuevos espectadores, entraba de nuevo en la sala y volvía a ver la misma película. Diez minutos antes del final, volvía a abandonar la sala. Esta operación se repetía numerosas veces, una tras otra. Y era sólo al final del día, con la última proyección, cuando me enteraba de cómo terminaba la película.

Un verano estuve trabajando tres meses como tornero en un taller mecánico para poder comprarme un teleobjetivo. Cuando lo conseguí, me dediqué a sacar fotos en el bosque con mi nuevo equipo sin tener consciencia del tiempo, a la búsqueda de un pájaro, una flor o un alce. Durante horas, conteniendo la respiración, esperaba que apareciera una imagen extraordinaria. A veces aquella espera terminaba en el hospital con una neumonía, pero el éxtasis tenía ese precio.

En aquel tiempo, mis sueños de lo que quería llegar a ser se dividían entre las profesiones de director de fotografía en el cine y la de guarda forestal. En 1978, cuando terminé mis estudios secundarios, a la edad de 17 años, entré en el instituto de formación de técnicos de cine en Leningrado con la esperanza de convertirme en director de fotografía. Pero al cabo de dos meses ya había comprendido que aquélla era una escuela de preparación técnica y no un lugar de creación artística, así que cambié el instituto por los estudios de cine Lenfilm. Les mostré mis fotografías y les dije con arrogancia que quería trabajar como director de fotografía. Empecé como peón, luego me permitieron llevar el trípode y cabo de algunos meses, durante el rodaje de una película de ficción, ya empujaba el carro del trávelling y, sobre él, la cámara y a …Vladimir Diakonov , uno de los mejores directores de fotografía de Leningrado y de toda la Unión Soviética. Pronto me confiaron cargar la película en la cámara, ajustar el foco y medir la exposición. Cuando se terminó el rodaje, Vladimir Diakonov me propuso ir con él al Estudio de Cine Documental de Leningrado. Me dijo que sería muy interesante para mi formación, porque los equipos de documental eran más reducidos y podría asimilar más rápido las técnicas del cine y convertirme pronto en director de fotografía.

El estudio de cine documental de Leningrado

En septiembre de 1979 comencé a trabajar en el Estudio de Cine Documental de Leningrado como ayudante de cámara y, después, como ayudante de dirección. Tuve la suerte de trabajar con maestros como Pável Kogan, Ludmila Stanukinas, Nikolaj Obukhovich y Viktor Semenjuk. Siguiendo los consejos de Sokurov, que en estos años comenzaba a trabajar en el estudio, me convertí en montador. Me gustaría citar un último nombre: Serguei Skvortsov. Él se tenía por operador, pero habría que llamarle “escritor de cine” en el sentido más amplio. Era un teórico eminente del documental.

En la URSS había entonces treinta estudios de cine documental propiedad del Estado.

La mayor parte del cine que se realizaba en Moscú era un cine oficial, el documental como variante del periodismo. Mientras que en Leningrado o, por ejemplo, en Riga (donde trabajaban Herz Frank, Yuris Podnieks, Ivars Seleckis…) se producía un cine no institucional, frecuentemente muy creativo: el cine documental como arte. Por supuesto, todo esto admite matices.

El estudio tenía pequeños “satélites” de producción en algunas regiones de Rusia. Era así como se rodaban las crónicas filmadas. Todos los materiales brutos se enviaban al estudio de Leningrado y se revelaban allí. Cuando tenía un rato libre, me sentaba en la sala de proyección del laboratorio y miraba junto al control técnico las imágenes nuevas, recién salidas a la luz: kilómetros de película llegadas del Norte al Sur de toda Rusia. Hay que decir que los corresponsales no recibían más que una cantidad limitada de película virgen, y que ésta es la razón por la que rodaban las imágenes documentales como si fuera ficción. Por ejemplo, a un albañil real, se le ordenaba que comenzara a hacer su trabajo, colocar los ladrillos, a la voz de “¡Acción!”.

Cada año el estudio difundía un centenar de estos noticiarios de diez minutos sobre la vida en las distintas regiones. A veces se convertían en sobresalientes documentos de la época. Otras, en ejemplos de propaganda ideológica. Era la lucha de contrarios: cine auténtico y cine falsificado, arte y propaganda.

Losev (1989)

Aunque yo seguía soñando todos los días con convertirme en director de fotografía, en 1986 fui admitido para seguir los Cursos Superiores de Guión y Dirección en Moscú. Fue entonces, precisamente, cuando comencé a rodar mi primera película, sobre el gran filósofo ruso Alexis Fiodorovitch Losev (1893-1988).

En realidad, se trataba de uno de los representantes más importantes de la cultura del siglo XX, pero en la URSS, a partir de 1930, cuando fue enviado al Gulag, se habían dejado de publicar sus trabajos filosóficos. Cuando salió de los campos, donde había perdido la visión, sólo obtuvo permiso para publicar libros sobre la antigüedad. Nadie había registrado ni una sola imagen de él para el cine o la televisión, y tampoco existían fotos. Mi intención era simplemente atrapar algunas imágenes que conservaran para la Historia aquellos rasgos que sus compatriotas no habían visto jamás. El día de su 94 cumpleaños Losev se despidió de uno de sus alumnos que había venido a felicitarle. Consciente de que iba a morir pronto y de que quizá no volverían a encontrarse, le habló de una manera turbadora. Aquella escena había durado sólo cinco minutos, pero había cambiado para siempre mi vida profesional. Comprendí que había sido tocado por el dedo de la historia de la cultura rusa, que debía rodar a Losev porque nadie antes que yo lo había hecho, y estaba claro que no habría más posibilidades. Comprendí también que era un trabajo que sobrepasaba mis propias ambiciones como cámara y tomé la decisión de invitar a Guéorgui Rerberg, el director de fotografía de El espejo (Zerkalo/Mirror, 1973) de Andrei Tarkovski, a que me ayudara a registrar aquellas importantes imágenes. Rodamos a dos cámaras. Cuando se enteró de que tenía permiso de entrar en la casa de Losev, A. Sokurov me ofreció seis latas de 300 metros de película cada una, es decir 60 minutos.

Losev hablaba de Dios, del mal, de por qué Dios permitía que existiese el mal. Hablaba del destino y de la muerte. Predijo que moriría el 24 de mayo. Y así ocurrió.

Rodé también los funerales y regresé al estudio de Leningrado. Mis ambiciones profesionales no tenían en ese momento ninguna importancia y pedí a los mejores realizadores que montaran aquel material precioso e irrepetible. Ninguno aceptó. Me dijeron que si había sido capaz de rodar aquello, seguro que también sabría cómo montarlo. La tarea era difícil: antes de nada probé a montar la película conservando la totalidad del material. Y allí apareció el resultado: una película de sesenta minutos. Me había convertido en director.

(continuará...)

domingo, 8 de febrero de 2009

Las paredes de Villa Urquiza


Animación de Blu, hecha por las paredes de Villa Urquiza, acá a unas cuadras. Se agradece a Darío Schvarzstein por el dato. Todavía quedan cosas de Blu, aunque muchas ya han sido tapadas y/o demolidas. Hacer doble clic en la imagen para ver a pantalla completa.

sábado, 7 de febrero de 2009

Escenas de una tarde en La Boca

La obra


El cuadernito


Ante el Gran Vidrio


Obras completas en una valija


Pensar


Misterio


Juego


Planes


La pregunta


Inspiración


Marcel Duchamp: una obra que no es una obra "de arte"
Av. Pedro de Mendoza 1929 
La Boca
Atención: cierra mañana domingo 8 de febrero.


jueves, 5 de febrero de 2009

Fotografías en la India


Fotografías será la película de cierre del Vibgyor International Film Festival, que comienza hoy en Thrissur, "capital cultural" de Kerala, en la India. Y de ese modo --como hija pródiga que vuelve a casa-- la película cumple dos años de gira por el planeta, desde su estreno mundial de marzo del 97 en el E tudo verdade de Sao Paulo.

Desgraciadamente, con dolor en el alma, no podré estar ahí para acompañarla, aunque tengo pendiente un viaje a Kerala e, incluso, un film prometido sobre el kathakali.

foto: Gautam Apparao, mi primo filósofo/carnicero, en una escena inédita de Fotografías.

Preguntas a Saul Steinberg


-Saul, soy novelista y muchos de mis amigos son novelistas, y buenos –le dije-. Pero tengo la sensación de que nos dedicamos a cosas muy distintas. ¿Por qué será eso?
Pasaron seis segundos y luego me dijo:
-Es muy sencillo. Hay dos tipos de artista. Ninguno de los dos es en absoluto superior al otro, pero uno es producto de la evolución de la historia del arte y el otro es producto de la vida en sí...

Saul, ¿tienes un don?- le pregunté.
Pasaron seis segundos y luego gruñó:
-No, toda obra de arte es producto de la lucha del artista contra sus propias limitaciones.
-Kurt Vonnegut, Un hombre sin patria

ilustración: Saul Steinberg, Autorretrato (1948).

Enviado por Lupe Pérez García.